Las zapatillas rojas - Andersen
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Hubo una vez una niñita que era muy pequeña y delicada, pero que a pesar de todo tenía que andar siempre descalza, al menos en verano, por su extraña pobreza. Para el invierno sólo tenía un par de zuecos que le dejaban los tobillos terriblemente lastimados.
En el centro de la aldea vivía una anciana zapatera que hizo un par de zapatitos con unos retazos de tela roja. Los zapatos resultaron un tanto desmañados, pero hechos con la mejor intención para Karen, que así se llamaba la niña.
La mujer le regaló el par de zapatos, que Karen estrenó el día en que enterraron a su madre. Ciertamente los zapatos no eran de luto, pero ella no tenía otros, de modo que Karen marchó detrás del pobre ataúd de pino así, con los zapatos rojos y sin medias.
Precisamente acertó a pasar por el camino del cortejo un grande y viejo coche, en cuyo interior iba sentada una anciana señora. Al ver a la niñita, la señora sintió mucha pena por ella y dijo al sacerdote:
—Déme usted a esa niña para que me la lleve y la cuide con todo cariño.
Karen pensó que todo era por los zapatos rojos, pero a la señora le parecieron horribles y los hizo quemar. La niña fue vestida pulcramente, y tuvo que aprender a leer y coser. La gente decía que era linda, pero el espejo añadía más: «Tú eres más que linda. ¡Eres encantadora!»
Por ese tiempo, la Reina estaba haciendo un viaje por el país, llevando consigo a su hijita la Princesa. La gente, y Karen entre ella, se congregó ante el palacio donde ambas se alojaban para tratar de verlas. La princesita salió a un balcón, sin séquito que la acompañara ni corona de oro, pero ataviada enteramente de blanco y con un par de hermosos zapatos de marroquí rojo. Un par de zapatos que eran realmente la cosa más distinta de aquellos que la pobre zapatera había confeccionado para Karen. Nada en el mundo podía compararse con aquellos zapatitos rojos.
Llegó el tiempo en que Karen tuvo edad para recibir el sacramento de la confirmación. Le hicieron un vestido nuevo y necesitaba un nuevo par de zapatos. El zapatero de lujo que había en la ciudad fue encargado de tomarle la medida de sus piececitos. El establecimiento estaba lleno de cajas de vidrio que contenían los más preciosos y relucientes zapatos, pero la anciana señora no tenía muy bien la vista, de modo que no halló nada de interés en ellos. Entre las demás mercaderías había también un par de zapatos rojos como los que usaba la Princesa. ¡Qué bonitos eran! El zapatero les dijo que habían sido hechos para la hija de un conde, pero que le resultaban ajustados.
—¡Cómo brillan! —comentó la señora—. Supongo que serán de charol.
—Sí que brillan y mucho —aprobó Karen, que estaba probándoselos. Le venían a la medida y los compraron, pero la anciana no tenía la mejor idea de que eran rojos, o de lo contrario nunca habría permitido a Karen usarlos el día de su confirmación.
Todo el mundo le miraba los pies a la niña, y en el momento de entrar en la iglesia aún le parecía a ella que hasta los viejos cuadros que adornaban la sacristía, retratos de los párrocos muertos y desaparecidos, con largos ropajes negros, tenían los ojos fijos en los rojos zapatos de Karen. Ésta no pensaba en otra cosa cuando el sacerdote extendió las manos sobre ella, ni cuando le habló del santo bautismo, la alianza con Dios, y dijo que desde ahora Karen sería ya una cristiana enteramente responsable. Respondieron las solemnes notas del órgano, los niños cantaron con sus voces más dulces, y también cantó el viejo preceptor, pero Karen sólo pensaba en sus zapatos rojos.
Al llegar la tarde ya la señora había oído decir en todas partes que los zapatos eran rojos, lo cual le pareció inconveniente y poco decoroso para la ocasión. Resolvió que en adelante, cada vez que Karen fuera a la iglesia, llevaría zapatos negros, aunque fueran viejos. Pero el domingo siguiente, fecha en que debía recibir su primera comunión, la niña contempló sus zapatos rojos y luego los negros... Miró otra vez los rojos, y por último, se los puso.
Era un hermoso día de sol. Karen y la anciana señora tenían que pasar a través de un campo de trigo, por ser un sendero bastante polvoriento. Junto a la puerta de la iglesia había un soldado viejo con una muleta; tenía una extraña y larga barba de singular entonación rojiza, y se inclinó casi hasta el suelo al preguntar a la dama si le permitía sacudir el polvo de sus zapatos. La niña extendió también su piececito.
—¡Vaya! ¡Qué hermosos zapatos de baile! —exclamó el soldado—. Procura que no se te suelten cuando dances. —Y al decir esto, tocó las suelas de los zapatos con la mano.
La anciana dio al soldado una moneda de cobre y entró en la iglesia acompañada por Karen. Toda la gente, y también las imágenes, miraban los zapatos rojos de la niña. Cuando Karen se arrodilló ante el altar en el momento más solemne, sólo pensaba en sus zapatos rojos, que parecían estar flotando ante su vista. Olvidó unirse al himno de acción de gracias, olvidó el rezo del Padrenuestro.
Finalmente la concurrencia salió del templo y la anciana se dirigió a su coche. Karen levantó el pie para subir también al carruaje y en ese momento, el soldado, que estaba de pie tras ella, dijo:
—¡Lindos zapatos de baile!
Sin poder impedirlo, Karen dio unos saltos de danza, y una vez empezado el movimiento siguió bailando involuntariamente, llevada por sus pies. Era como si los zapatos tuvieran algún poder por sí solos. Siguió bailando alrededor de la iglesia, sin lograr contenerse. El cochero tuvo que correr tras ella, sujetarla y llevarla al coche, pero los pies continuaban danzando, tanto que golpearon horriblemente a la pobre señora. Por último, Karen se quitó los zapatos, lo cual permitió un poco de alivio a sus miembros.
Al llegar a la casa, la señora guardó los zapatos en un armario, pero no sin que Karen pudiera privarse de ir a contemplarlos.
Por aquellos días la anciana cayó enferma de gravedad. Era necesario atenderla y cuidarla mucho, y no había nadie más próxima que Karen para hacerlo. Pero en la ciudad se daba un gran baile, y la muchacha estaba también invitada. Miró a su protectora y se dijo que, después de todo, la pobre no podría vivir. Miró luego sus zapatos rojos y resolvió que no habría ningún mal en asistir a la fiesta. Se calzó, pues, los zapatos, se fue al baile y empezó a danzar. Pero cuando quiso bailar hacia el fondo de la sala, los zapatos la llevaron hacia la puerta, y luego escaleras abajo, y por las calles, y más allá de los muros de la ciudad. Siguió bailando y alejándose cada vez más sin poder contenerse, hasta llegar al bosque. Al alzar la cabeza distinguió algo que se destacaba en la oscuridad, entre los árboles, y le pareció que era la luna; pero no: era un rostro, el del viejo soldado de la barba roja. El soldado meneó la cabeza en señal de aprobación y dijo:
—¡Qué lindos zapatos de baile!
Aquello infundió a la niña un miedo terrible; quiso quitarse los zapatos y tirarlos lejos, pero era imposible: los tenía como adheridos a los pies. Cuanto más danzaba más tenía que bailar, por campos y praderas, bajo la lluvia y bajo el sol, de día y de noche, pero por la noche aquello era terrible.
Entró bailando por las puertas del cementerio, pero los muertos no la acompañaron en su danza: tenían otra cosa mejor que hacer. Trató de sentarse sobre la tumba de un mendigo, sobre la cual crecía el amargo ajenjo, pero no había descanso posible para ella. Y cuando se acercó, bailando, al portal de la iglesia, vio a un ángel de pie junto a la puerta, con larga túnica blanca y alas que llegaban de los hombros al suelo. El rostro del ángel era grave y sombrío, y su mano sostenía una espada.
—Tendrás que bailar —le dijo—. Tendrás que bailar con tus zapatos rojos hasta que estés pálida y fría, y la piel se te arrugue y te conviertas en un esqueleto. Bailarás de puerta en puerta, y allí donde encuentres niños orgullosos y vanidosos llamarás para que te vean y tiemblen. Sí, tendrás que bailar...
—¡Piedad! —gritó Karen, pero no alcanzó a oír la respuesta del ángel, porque los zapatos la habían llevado ya hacia los campos, por los caminos y senderos. Y sin cesar seguía bailando.
Cierta mañana pasó danzando ante una puerta que ella conocía muy bien. Del interior procedía un rumor de plegarias, y salió un cortejo portador de un ataúd cubierto de flores. Y Karen supo así que la anciana señora había muerto, y se sintió desamparada por todo el mundo, maldita hasta por los santos ángeles de Dios.
Siguió, siguió danzando. Tenía que bailar, aun en las noches más oscuras. Los zapatos la llevaban sobre zarzas y rastrojos hasta dejarle los pies desgarrados, sangrantes. Más allá de los matorrales llegó a una casita solitaria, donde ella sabía que vivía el verdugo. Golpeó con los dedos en el cristal de la ventana y llamó:
—¡Ven! ¡Ven! ¡Yo no puedo entrar, estoy bailando!
—¿Acaso no sabes quién soy yo? —respondió el verdugo—. Yo soy el que le corta la cabeza a la gente mala. ¡Y mira! ¡Mi hacha está temblando!
—¡No me cortes la cabeza —rogó Karen—, pues entonces nunca podría arrepentirme de mis pecados! Pero, por favor, ¡córtame los pies, con los zapatos rojos!
Le explicó todo lo ocurrido, y el verdugo le cortó los pies con los zapatos, pero éstos siguieron bailando con los piececitos dentro, y se alejaron hasta perderse en las profundidades del bosque.
Luego el verdugo le hizo un par de pies de madera y dos muletas, y le enseñó un himno que solían entonar los criminales arrepentidos. Ella le besó la mano que había manejado el hacha, y se alejó por entre los matorrales.
«Ya he padecido bastante con estos zapatos —se dijo—. Ahora iré a la iglesia, para que todos puedan verme».
Y se dirigió tan rápidamente como pudo a la puerta del templo. Al llegar allí vio a los zapatos que bailaban ante ella, y aquello le dio tanto terror que se volvió a su casa.
Toda la semana estuvo muy triste, derramando lágrimas amargas, pero al llegar el domingo se dijo:
«Ahora sí que ya he sufrido bastante. Me parece que estoy a la par de muchos que entran en la iglesia con la cabeza alta».
Salió a la calle sin vacilar más, pero apenas había pasado de la puerta, volvió a ver los zapatos rojos bailando ante ella. Se sintió más aterrorizada que nunca, y volvió la espalda, pero esta vez con verdadero arrepentimiento en el corazón.
Se dirigió entonces a la casa del párroco y suplicó que la tomaran a su servicio, prometiendo trabajar cuánto pudiera, sin reclamar otra cosa que un techo y el privilegio de vivir entre gente bondadosa. La esposa del sacristán, que tenía buenos sentimientos, se compadeció y habló por ella al párroco. Karen demostró ser muy ingeniosa e inteligente, y se hizo querer por todos, pero cuando oía a las niñas hablar de lujos y vestidos, y pretender ser lindas como reinas, meneaba la cabeza.
El domingo siguiente fueron todos al templo y preguntaron a Karen si quería ir con ellas. Pero Karen miró sus muletas tristemente y con lágrimas en los ojos. Y se fueron sin ella a la iglesia, mientras la niña se quedó sentada sola en su pequeña habitación, donde no cabía más que una cama y una silla. Estaba leyendo en su libro de oraciones, con humildad de corazón, cuando oyó las notas del órgano que el viento traía desde la iglesia. Levantó su rostro cubierto de lágrimas y dijo: «¡Oh, Dios, ayúdame!»
En ese momento el sol brilló alrededor de ella, y el ángel de túnica blanca que ella viera aquella noche a la puerta del templo se presentó de pie ante sus ojos. Ya no tenía en la mano la espada, sino una hermosa rama verde cuajada de rosas. Con esa rama tocó el techo, y éste se levantó hasta gran altura, y en cualquier otra parte que tocaba la rama aparecía una estrella de oro. Al tocar el ángel las paredes, el ámbito de la habitación se ensanchó, y en su interior resonaron las notas del órgano, y Karen vio las imágenes en sus hornacinas. Toda la congregación estaba en sus bancos, cantando en voz alta, y la misma Karen se encontró a sí misma en uno de los asientos, al lado de otras personas de la parroquia. Cuando acabó el himno, todos volvieron la vista hacia ella y dijeron: «¡Qué alegría verte de nuevo entre nosotros después de tanto tiempo, pequeña Karen!»
—Todo ha sido por la misericordia de Dios —respondió ella.
El órgano resonó de nuevo y las voces de los niños le hicieron eco dulcemente en el coro. La cálida luz del sol penetró a raudales por las ventanas y fue a iluminar plenamente el sitio donde estaba sentada Karen. Y el corazón de la niña se colmó tanto de sol, de luz y de alegría, que acabó por romperse. Su alma voló en la luz hacia el cielo, y ninguno de los presentes hizo siquiera una pregunta acerca de los zapatos rojos.
En el centro de la aldea vivía una anciana zapatera que hizo un par de zapatitos con unos retazos de tela roja. Los zapatos resultaron un tanto desmañados, pero hechos con la mejor intención para Karen, que así se llamaba la niña.
La mujer le regaló el par de zapatos, que Karen estrenó el día en que enterraron a su madre. Ciertamente los zapatos no eran de luto, pero ella no tenía otros, de modo que Karen marchó detrás del pobre ataúd de pino así, con los zapatos rojos y sin medias.
Precisamente acertó a pasar por el camino del cortejo un grande y viejo coche, en cuyo interior iba sentada una anciana señora. Al ver a la niñita, la señora sintió mucha pena por ella y dijo al sacerdote:
—Déme usted a esa niña para que me la lleve y la cuide con todo cariño.
Karen pensó que todo era por los zapatos rojos, pero a la señora le parecieron horribles y los hizo quemar. La niña fue vestida pulcramente, y tuvo que aprender a leer y coser. La gente decía que era linda, pero el espejo añadía más: «Tú eres más que linda. ¡Eres encantadora!»
Por ese tiempo, la Reina estaba haciendo un viaje por el país, llevando consigo a su hijita la Princesa. La gente, y Karen entre ella, se congregó ante el palacio donde ambas se alojaban para tratar de verlas. La princesita salió a un balcón, sin séquito que la acompañara ni corona de oro, pero ataviada enteramente de blanco y con un par de hermosos zapatos de marroquí rojo. Un par de zapatos que eran realmente la cosa más distinta de aquellos que la pobre zapatera había confeccionado para Karen. Nada en el mundo podía compararse con aquellos zapatitos rojos.
Llegó el tiempo en que Karen tuvo edad para recibir el sacramento de la confirmación. Le hicieron un vestido nuevo y necesitaba un nuevo par de zapatos. El zapatero de lujo que había en la ciudad fue encargado de tomarle la medida de sus piececitos. El establecimiento estaba lleno de cajas de vidrio que contenían los más preciosos y relucientes zapatos, pero la anciana señora no tenía muy bien la vista, de modo que no halló nada de interés en ellos. Entre las demás mercaderías había también un par de zapatos rojos como los que usaba la Princesa. ¡Qué bonitos eran! El zapatero les dijo que habían sido hechos para la hija de un conde, pero que le resultaban ajustados.
—¡Cómo brillan! —comentó la señora—. Supongo que serán de charol.
—Sí que brillan y mucho —aprobó Karen, que estaba probándoselos. Le venían a la medida y los compraron, pero la anciana no tenía la mejor idea de que eran rojos, o de lo contrario nunca habría permitido a Karen usarlos el día de su confirmación.
Todo el mundo le miraba los pies a la niña, y en el momento de entrar en la iglesia aún le parecía a ella que hasta los viejos cuadros que adornaban la sacristía, retratos de los párrocos muertos y desaparecidos, con largos ropajes negros, tenían los ojos fijos en los rojos zapatos de Karen. Ésta no pensaba en otra cosa cuando el sacerdote extendió las manos sobre ella, ni cuando le habló del santo bautismo, la alianza con Dios, y dijo que desde ahora Karen sería ya una cristiana enteramente responsable. Respondieron las solemnes notas del órgano, los niños cantaron con sus voces más dulces, y también cantó el viejo preceptor, pero Karen sólo pensaba en sus zapatos rojos.
Al llegar la tarde ya la señora había oído decir en todas partes que los zapatos eran rojos, lo cual le pareció inconveniente y poco decoroso para la ocasión. Resolvió que en adelante, cada vez que Karen fuera a la iglesia, llevaría zapatos negros, aunque fueran viejos. Pero el domingo siguiente, fecha en que debía recibir su primera comunión, la niña contempló sus zapatos rojos y luego los negros... Miró otra vez los rojos, y por último, se los puso.
Era un hermoso día de sol. Karen y la anciana señora tenían que pasar a través de un campo de trigo, por ser un sendero bastante polvoriento. Junto a la puerta de la iglesia había un soldado viejo con una muleta; tenía una extraña y larga barba de singular entonación rojiza, y se inclinó casi hasta el suelo al preguntar a la dama si le permitía sacudir el polvo de sus zapatos. La niña extendió también su piececito.
—¡Vaya! ¡Qué hermosos zapatos de baile! —exclamó el soldado—. Procura que no se te suelten cuando dances. —Y al decir esto, tocó las suelas de los zapatos con la mano.
La anciana dio al soldado una moneda de cobre y entró en la iglesia acompañada por Karen. Toda la gente, y también las imágenes, miraban los zapatos rojos de la niña. Cuando Karen se arrodilló ante el altar en el momento más solemne, sólo pensaba en sus zapatos rojos, que parecían estar flotando ante su vista. Olvidó unirse al himno de acción de gracias, olvidó el rezo del Padrenuestro.
Finalmente la concurrencia salió del templo y la anciana se dirigió a su coche. Karen levantó el pie para subir también al carruaje y en ese momento, el soldado, que estaba de pie tras ella, dijo:
—¡Lindos zapatos de baile!
Sin poder impedirlo, Karen dio unos saltos de danza, y una vez empezado el movimiento siguió bailando involuntariamente, llevada por sus pies. Era como si los zapatos tuvieran algún poder por sí solos. Siguió bailando alrededor de la iglesia, sin lograr contenerse. El cochero tuvo que correr tras ella, sujetarla y llevarla al coche, pero los pies continuaban danzando, tanto que golpearon horriblemente a la pobre señora. Por último, Karen se quitó los zapatos, lo cual permitió un poco de alivio a sus miembros.
Al llegar a la casa, la señora guardó los zapatos en un armario, pero no sin que Karen pudiera privarse de ir a contemplarlos.
Por aquellos días la anciana cayó enferma de gravedad. Era necesario atenderla y cuidarla mucho, y no había nadie más próxima que Karen para hacerlo. Pero en la ciudad se daba un gran baile, y la muchacha estaba también invitada. Miró a su protectora y se dijo que, después de todo, la pobre no podría vivir. Miró luego sus zapatos rojos y resolvió que no habría ningún mal en asistir a la fiesta. Se calzó, pues, los zapatos, se fue al baile y empezó a danzar. Pero cuando quiso bailar hacia el fondo de la sala, los zapatos la llevaron hacia la puerta, y luego escaleras abajo, y por las calles, y más allá de los muros de la ciudad. Siguió bailando y alejándose cada vez más sin poder contenerse, hasta llegar al bosque. Al alzar la cabeza distinguió algo que se destacaba en la oscuridad, entre los árboles, y le pareció que era la luna; pero no: era un rostro, el del viejo soldado de la barba roja. El soldado meneó la cabeza en señal de aprobación y dijo:
—¡Qué lindos zapatos de baile!
Aquello infundió a la niña un miedo terrible; quiso quitarse los zapatos y tirarlos lejos, pero era imposible: los tenía como adheridos a los pies. Cuanto más danzaba más tenía que bailar, por campos y praderas, bajo la lluvia y bajo el sol, de día y de noche, pero por la noche aquello era terrible.
Entró bailando por las puertas del cementerio, pero los muertos no la acompañaron en su danza: tenían otra cosa mejor que hacer. Trató de sentarse sobre la tumba de un mendigo, sobre la cual crecía el amargo ajenjo, pero no había descanso posible para ella. Y cuando se acercó, bailando, al portal de la iglesia, vio a un ángel de pie junto a la puerta, con larga túnica blanca y alas que llegaban de los hombros al suelo. El rostro del ángel era grave y sombrío, y su mano sostenía una espada.
—Tendrás que bailar —le dijo—. Tendrás que bailar con tus zapatos rojos hasta que estés pálida y fría, y la piel se te arrugue y te conviertas en un esqueleto. Bailarás de puerta en puerta, y allí donde encuentres niños orgullosos y vanidosos llamarás para que te vean y tiemblen. Sí, tendrás que bailar...
—¡Piedad! —gritó Karen, pero no alcanzó a oír la respuesta del ángel, porque los zapatos la habían llevado ya hacia los campos, por los caminos y senderos. Y sin cesar seguía bailando.
Cierta mañana pasó danzando ante una puerta que ella conocía muy bien. Del interior procedía un rumor de plegarias, y salió un cortejo portador de un ataúd cubierto de flores. Y Karen supo así que la anciana señora había muerto, y se sintió desamparada por todo el mundo, maldita hasta por los santos ángeles de Dios.
Siguió, siguió danzando. Tenía que bailar, aun en las noches más oscuras. Los zapatos la llevaban sobre zarzas y rastrojos hasta dejarle los pies desgarrados, sangrantes. Más allá de los matorrales llegó a una casita solitaria, donde ella sabía que vivía el verdugo. Golpeó con los dedos en el cristal de la ventana y llamó:
—¡Ven! ¡Ven! ¡Yo no puedo entrar, estoy bailando!
—¿Acaso no sabes quién soy yo? —respondió el verdugo—. Yo soy el que le corta la cabeza a la gente mala. ¡Y mira! ¡Mi hacha está temblando!
—¡No me cortes la cabeza —rogó Karen—, pues entonces nunca podría arrepentirme de mis pecados! Pero, por favor, ¡córtame los pies, con los zapatos rojos!
Le explicó todo lo ocurrido, y el verdugo le cortó los pies con los zapatos, pero éstos siguieron bailando con los piececitos dentro, y se alejaron hasta perderse en las profundidades del bosque.
Luego el verdugo le hizo un par de pies de madera y dos muletas, y le enseñó un himno que solían entonar los criminales arrepentidos. Ella le besó la mano que había manejado el hacha, y se alejó por entre los matorrales.
«Ya he padecido bastante con estos zapatos —se dijo—. Ahora iré a la iglesia, para que todos puedan verme».
Y se dirigió tan rápidamente como pudo a la puerta del templo. Al llegar allí vio a los zapatos que bailaban ante ella, y aquello le dio tanto terror que se volvió a su casa.
Toda la semana estuvo muy triste, derramando lágrimas amargas, pero al llegar el domingo se dijo:
«Ahora sí que ya he sufrido bastante. Me parece que estoy a la par de muchos que entran en la iglesia con la cabeza alta».
Salió a la calle sin vacilar más, pero apenas había pasado de la puerta, volvió a ver los zapatos rojos bailando ante ella. Se sintió más aterrorizada que nunca, y volvió la espalda, pero esta vez con verdadero arrepentimiento en el corazón.
Se dirigió entonces a la casa del párroco y suplicó que la tomaran a su servicio, prometiendo trabajar cuánto pudiera, sin reclamar otra cosa que un techo y el privilegio de vivir entre gente bondadosa. La esposa del sacristán, que tenía buenos sentimientos, se compadeció y habló por ella al párroco. Karen demostró ser muy ingeniosa e inteligente, y se hizo querer por todos, pero cuando oía a las niñas hablar de lujos y vestidos, y pretender ser lindas como reinas, meneaba la cabeza.
El domingo siguiente fueron todos al templo y preguntaron a Karen si quería ir con ellas. Pero Karen miró sus muletas tristemente y con lágrimas en los ojos. Y se fueron sin ella a la iglesia, mientras la niña se quedó sentada sola en su pequeña habitación, donde no cabía más que una cama y una silla. Estaba leyendo en su libro de oraciones, con humildad de corazón, cuando oyó las notas del órgano que el viento traía desde la iglesia. Levantó su rostro cubierto de lágrimas y dijo: «¡Oh, Dios, ayúdame!»
En ese momento el sol brilló alrededor de ella, y el ángel de túnica blanca que ella viera aquella noche a la puerta del templo se presentó de pie ante sus ojos. Ya no tenía en la mano la espada, sino una hermosa rama verde cuajada de rosas. Con esa rama tocó el techo, y éste se levantó hasta gran altura, y en cualquier otra parte que tocaba la rama aparecía una estrella de oro. Al tocar el ángel las paredes, el ámbito de la habitación se ensanchó, y en su interior resonaron las notas del órgano, y Karen vio las imágenes en sus hornacinas. Toda la congregación estaba en sus bancos, cantando en voz alta, y la misma Karen se encontró a sí misma en uno de los asientos, al lado de otras personas de la parroquia. Cuando acabó el himno, todos volvieron la vista hacia ella y dijeron: «¡Qué alegría verte de nuevo entre nosotros después de tanto tiempo, pequeña Karen!»
—Todo ha sido por la misericordia de Dios —respondió ella.
El órgano resonó de nuevo y las voces de los niños le hicieron eco dulcemente en el coro. La cálida luz del sol penetró a raudales por las ventanas y fue a iluminar plenamente el sitio donde estaba sentada Karen. Y el corazón de la niña se colmó tanto de sol, de luz y de alegría, que acabó por romperse. Su alma voló en la luz hacia el cielo, y ninguno de los presentes hizo siquiera una pregunta acerca de los zapatos rojos.
Título: Las zapatillas rojas
Autor: Andersen
Sinopsis:
Hubo una vez una niñita que era muy pequeña y delicada, pero que tenía que andar siempre descalza por su pobreza. A la muerte de su madre, una anciana se apiadó de ella y la llevó consigo, regalándole unos zapatos rojos para su primera comunión. Pero aquellos zapatos no eran normales: una vez puestos, la niña no podía dejar de bailar.
5 Opiniones
es de mis cuentos favoritos
10 de junio de 2009, 8:48no me canso de leerlo una y otra vez
Caundo era pequeño jamás entendí dicho cuento...
12 de septiembre de 2009, 11:28No entendía porque el limpiabotas le arrojaba una maldición a la dulce niña y ella al final tiene que pedir que la corten los pies para poder dejar de bailar... Pobrecilla.
Hoy por hoy lo entiendo, y me resulta una obra maravillosa con complejos religiosos, muy propios de Hans C. Andersen.
Es un cuento precioso. Un 9.
13 de marzo de 2010, 2:29Besos.
Aurea viola
20 de mayo de 2012, 3:19Yo conozco una película de ballet llamada Las zapatillas rojas de 1948 con la bailarina británica Moira Shearer.
18 de junio de 2014, 17:07¿Qué puntuación le darías? Da tu opinión y sabremos cuáles son los mejores cuentos de hadas de todos los tiempos.
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.