El cofre volador - Andersen
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Érase una vez un comerciante tan rico, que habría podido empedrar toda la calle con monedas de plata, y aún casi un callejón por añadidura; pero se guardó de hacerlo, pues el hombre conocía mejores maneras de invertir su dinero, y cuando daba un ochavo era para recibir un escudo. Fue un mercader muy listo... y luego murió.
Su hijo heredó todos sus caudales, y vivía alegremente: todas las noches iba al baile de máscaras, hacía cometas con billetes de banco y arrojaba al agua panecillos untados de mantequilla y lastrados con monedas de oro en vez de piedras. No es extraño, pues, que pronto se terminase el dinero. Al fin a nuestro mozo no le quedaron más de cuatro perras gordas, y por todo vestido, unas zapatillas y una vieja bata de noche.
Sus amigos lo abandonaron; no podían ya ir juntos por la calle. Pero uno de ellos, que era un bonachón, le envió un viejo cofre con este aviso: «¡Embala!». El consejo era bueno, desde luego, pero como nada tenía que embalar, se metió él en el baúl.
Era un cofre curioso: echaba a volar en cuanto se le apretaba la cerradura. Y así lo hizo; en un santiamén, el muchacho se vio por los aires metido en el cofre, después de salir por la chimenea, y se remontó hasta las nubes, vuela que te vuela. Cada vez que el fondo del baúl crujía un poco, a nuestro hombre le entraba pánico; si se desprendiesen las tablas, ¡vaya salto! ¡Dios nos ampare!
De este modo llegó a tierra de turcos. Escondiendo el cofre en el bosque, entre hojarasca seca, se encaminó a la ciudad; no llamó la atención de nadie, pues todos los turcos vestían también bata y pantuflos. Se encontró con un ama que llevaba un niño:
—Oye, nodriza —le preguntó—, ¿qué es aquel castillo tan grande, junto a la ciudad, con ventanas tan altas?
—Allí vive la hija del Rey —respondió la mujer—. Se le ha profetizado que quien se enamore de ella la hará desgraciada; por eso no se deja que nadie se le acerque, si no es en presencia del Rey y de la Reina.
—Gracias —dijo el hijo del mercader, y volvió a su bosque. Se metió en el cofre y levantó el vuelo; llegó al tejado del castillo y se introdujo por la ventana en las habitaciones de la princesa.
Estaba ella durmiendo en un sofá. Era tan hermosa, que el mozo no pudo reprimirse y le dio un beso. La princesa despertó asustada, pero él le dijo que era el dios de los turcos, llegado por los aires; y esto la tranquilizó.
Se sentaron uno junto al otro, y el mozo se puso a contar historias sobre los ojos de la muchacha: eran como lagos oscuros y maravillosos, por los que los pensamientos nadaban cual ondinas; luego historias sobre su frente, que comparó con una montaña nevada, llena de magníficos salones y cuadros; y luego le habló de la cigüeña, que trae a los niños pequeños.
Sí, eran unas historias muy hermosas, realmente. Luego pidió a la princesa si quería ser su esposa, y ella le dio el sí sin vacilar.
—Pero tendrás que volver el sábado —añadió—, pues he invitado a mis padres a tomar el té. Estarán orgullosos de que me case con el dios de los turcos. Pero mira de recordar historias bonitas, que a mis padres les gustan mucho. Mi madre las prefiere edificantes y elevadas, y mi padre las quiere divertidas, pues le gusta reírse.
—Bien, no traeré más regalo de boda que mis cuentos —respondió él, y se despidieron; pero antes la princesa le regaló un sable adornado con monedas de oro. ¡Y bien que le vinieron al mozo!
Se marchó en volandas, se compró una nueva bata y se fue al bosque, donde se puso a componer un cuento. Debía estar listo para el sábado, y la cosa no es tan fácil.
Y cuando lo tuvo terminado, era ya sábado.
El Rey, la Reina y toda la Corte lo aguardaban para tomar el té en compañía de la princesa. Lo recibieron con gran cortesía.
—¿Vas a contarnos un cuento –le preguntó la Reina—, uno que tenga profundo sentido y sea instructivo?
—Pero que al mismo tiempo nos haga reír —añadió el Rey.
—De acuerdo —respondía el mozo, y comenzó su relato—. Y ahora, atención.
Érase una vez un haz de fósforos que estaban en extremo orgullosos de su alta estirpe; su árbol genealógico, es decir, el gran pino, del que todos eran una astillita, había sido un añoso y corpulento árbol del bosque. Los fósforos se encontraban ahora entre un viejo eslabón y un puchero de hierro no menos viejo, al que hablaban de los tiempos de su infancia.
—¡Sí, cuando nos hallábamos en la rama verde —decían— estábamos realmente en una rama verde! Cada amanecer y cada atardecer teníamos té diamantino: era el rocío; durante todo el día nos daba el sol, cuando no estaba nublado, y los pajarillos nos contaban historias. Nos dábamos cuenta de que éramos ricos, pues los árboles de fronda sólo van vestidos en verano; en cambio, nuestra familia lucía su verde ropaje, lo mismo en verano que en invierno. Mas he aquí que se presentó el leñador, la gran revolución, y nuestra familia se dispersó. El tronco fue destinado a palo mayor de un barco de alto bordo, capaz de circunnavegar el mundo si se le antojaba; las demás ramas pasaron a otros lugares, y a nosotros nos ha sido asignada la misión de suministrar luz a la baja plebe; por eso, a pesar de ser gente distinguida, hemos venido a parar a la cocina.
—Mi destino ha sido muy distinto —dijo el puchero a cuyo lado yacían los fósforos—. Desde el instante en que vine al mundo, todo ha sido estregarme, ponerme al fuego y sacarme de él; yo estoy por lo práctico y, modestia aparte, soy el número uno en la casa, Mi único placer consiste, terminado el servicio de mesa, en estarme en mi sitio, limpio y bruñido, conversando sesudamente con mis compañeros; pero si exceptúo el balde, que de vez en cuando baja al patio, puede decirse que vivimos completamente retirados. Nuestro único mensajero es el cesto de la compra, pero ¡se exalta tanto cuando habla del gobierno y del pueblo!; hace unos días un viejo puchero de tierra se asustó tanto con lo que dijo, que se cayó al suelo y se rompió en mil pedazos. Yo os digo que este cesto es un revolucionario; y si no, al tiempo.
—¡Hablas demasiado! —intervino el eslabón, golpeando el pedernal, que soltó una chispa—. ¿No podríamos echar una cana al aire, esta noche?
—Sí, hablemos —dijeron los fósforos—, y veamos quién es el más noble de todos nosotros.
—No, no me gusta hablar de mi persona —objetó la olla de barro—. Organicemos una velada. Yo empezaré contando la historia de mi vida, y luego los demás harán lo mismo; así no se embrolla uno y resulta más divertido. En las playas del Báltico, donde las hayas que cubren el suelo de Dinamarca...
—¡Buen principio! —exclamaron los platos—. Sin duda, esta historia nos gustará.
—... pasé mi juventud en el seno de una familia muy reposada; se limpiaban los muebles, se restregaban los suelos, y cada quince días colgaban cortinas nuevas.
—¡Qué bien se explica! —dijo la escoba de crin—. Se diría que habla un ama de casa; hay un no sé que de limpio y refinado en sus palabras.
—Exactamente lo que yo pensaba —asintió el balde, dando un saltito de contento que hizo resonar el suelo.
La olla siguió contando, y el fin resultó tan agradable como había sido el principio.
Todos los platos castañetearon de regocijo, y la escoba sacó del bote unas hojas de perejil, y con ellas coronó a la olla, a sabiendas de que los demás rabiarían. «Si hoy le pongo yo una corona, mañana me pondrá ella otra a mí», pensó.
—¡Voy a bailar! —exclamó la tenaza, y, ¡dicho y hecho! ¡Dios nos ampare, y cómo levantaba la pierna! La vieja funda de la silla del rincón estalló al verlo—. ¿Me vais a coronar también a mí? —pregunto la tenaza; y así se hizo.
—¡Vaya gentuza! —pensaban los fósforos.
Le tocaba entonces el turno de cantar a la tetera, pero se excusó alegando que estaba resfriada; sólo podía cantar cuando se hallaba al fuego; pero todo aquello eran remilgos; no quería hacerlo más que en la mesa, con las señorías.
Había en la ventana una vieja pluma, con la que solía escribir la sirvienta. Nada de notable podía observarse en ella, aparte que la sumergían demasiado en el tintero, pero ella se sentía orgullosa del hecho.
—Si la tetera se niega a cantar, que no cante —dijo—. Ahí fuera hay un ruiseñor enjaulado que sabe hacerlo. No es que haya estudiado en el Conservatorio, mas por esta noche seremos indulgentes.
—Me parece muy poco conveniente —objetó la cafetera, que era una cantora de cocina y hermanastra de la tetera— tener que escuchar a un pájaro forastero. ¿Es esto patriotismo? Que juzgue el cesto de la compra.
—Francamente, me han desilusionado —dijo el cesto—. ¡Vaya manera estúpida de pasar una velada! En lugar de ir cada cuál por su lado, ¿no sería mucho mejor hacer las cosas con orden? Cada uno ocuparía su sitio, y yo dirigiría el juego. ¡Otra cosa seria!
—¡Sí, vamos a armar un escándalo! —exclamaron todos.
En esto se abrió la puerta y entró la criada. Todos se quedaron quietos, nadie se movió; pero ni un puchero dudaba de sus habilidades y de su distinción. «Si hubiésemos querido —pensaba cada uno—, ¡qué velada más deliciosa habríamos pasado!».
La sirvienta cogió los fósforos y encendió fuego. ¡Cómo chisporroteaban, y qué llamas echaban!
«Ahora todos tendrán que percatarse de que somos los primeros —pensaban—. ¡Menudo brillo y menudo resplandor el nuestro!». Y de este modo se consumieron.
—¡Qué cuento tan bonito! —dijo la Reina—. Me parece encontrarme en la cocina, entre los fósforos. Sí, te casarás con nuestra hija.
—Desde luego —asintió el Rey—. Será tuya el lunes por la mañana. —Lo tuteaban ya, considerándolo como de la familia.
Se fijó el día de la boda, y la víspera hubo grandes iluminaciones en la ciudad, se repartieron bollos de pan y rosquillas, los golfillos callejeros se hincharon de gritar «¡hurra!» y silbar con los dedos metidos en la boca... ¡Una fiesta magnífica!
«Tendré que hacer algo», pensó el hijo del mercader, y compró cohetes, petardos y qué sé yo cuántas cosas de pirotecnia, las metió en el baúl y emprendió el vuelo.
¡Pim, pam, pum! ¡Vaya estrépito y vaya chisporroteo!
Los turcos, al verlo, pegaban unos saltos tales que las babuchas les llegaban a las orejas; nunca habían contemplado una traca como aquella. Ahora sí que estaban convencidos de que era el propio dios de los turcos el que iba a casarse con la hija del Rey.
No bien llegó nuestro mozo al bosque con su baúl, se dijo: «Me llegaré a la ciudad, a observar el efecto causado».
Era una curiosidad muy natural.
¡Qué cosas contaba la gente! Cada una de las personas a quienes preguntó había presenciado el espectáculo de una manera distinta, pero todos coincidieron en calificarlo de hermoso.
—Yo vi al propio dios de los turcos —afirmó uno—. Sus ojos eran como rutilantes estrellas, y la barba parecía agua espumeante.
—Volaba envuelto en un manto de fuego —dijo otro—. Por los pliegues asomaban unos angelitos preciosos.
Sí, escuchó cosas muy agradables, y al día siguiente era la boda.
Regresó al bosque para instalarse en su cofre; pero, ¿dónde estaba el cofre? El caso es que se había incendiado. Una chispa de un cohete había prendido fuego en el forro y reducido el baúl a cenizas. Y el hijo del mercader ya no podía volar ni volver al palacio de su prometida.
Ella se pasó todo el día en el tejado, aguardándolo; y sigue aún esperando, mientras él recorre el mundo contando cuentos, aunque ninguno tan regocijante como el de los fósforos.
Su hijo heredó todos sus caudales, y vivía alegremente: todas las noches iba al baile de máscaras, hacía cometas con billetes de banco y arrojaba al agua panecillos untados de mantequilla y lastrados con monedas de oro en vez de piedras. No es extraño, pues, que pronto se terminase el dinero. Al fin a nuestro mozo no le quedaron más de cuatro perras gordas, y por todo vestido, unas zapatillas y una vieja bata de noche.
Sus amigos lo abandonaron; no podían ya ir juntos por la calle. Pero uno de ellos, que era un bonachón, le envió un viejo cofre con este aviso: «¡Embala!». El consejo era bueno, desde luego, pero como nada tenía que embalar, se metió él en el baúl.
Era un cofre curioso: echaba a volar en cuanto se le apretaba la cerradura. Y así lo hizo; en un santiamén, el muchacho se vio por los aires metido en el cofre, después de salir por la chimenea, y se remontó hasta las nubes, vuela que te vuela. Cada vez que el fondo del baúl crujía un poco, a nuestro hombre le entraba pánico; si se desprendiesen las tablas, ¡vaya salto! ¡Dios nos ampare!
De este modo llegó a tierra de turcos. Escondiendo el cofre en el bosque, entre hojarasca seca, se encaminó a la ciudad; no llamó la atención de nadie, pues todos los turcos vestían también bata y pantuflos. Se encontró con un ama que llevaba un niño:
—Oye, nodriza —le preguntó—, ¿qué es aquel castillo tan grande, junto a la ciudad, con ventanas tan altas?
—Allí vive la hija del Rey —respondió la mujer—. Se le ha profetizado que quien se enamore de ella la hará desgraciada; por eso no se deja que nadie se le acerque, si no es en presencia del Rey y de la Reina.
—Gracias —dijo el hijo del mercader, y volvió a su bosque. Se metió en el cofre y levantó el vuelo; llegó al tejado del castillo y se introdujo por la ventana en las habitaciones de la princesa.
Estaba ella durmiendo en un sofá. Era tan hermosa, que el mozo no pudo reprimirse y le dio un beso. La princesa despertó asustada, pero él le dijo que era el dios de los turcos, llegado por los aires; y esto la tranquilizó.
Se sentaron uno junto al otro, y el mozo se puso a contar historias sobre los ojos de la muchacha: eran como lagos oscuros y maravillosos, por los que los pensamientos nadaban cual ondinas; luego historias sobre su frente, que comparó con una montaña nevada, llena de magníficos salones y cuadros; y luego le habló de la cigüeña, que trae a los niños pequeños.
Sí, eran unas historias muy hermosas, realmente. Luego pidió a la princesa si quería ser su esposa, y ella le dio el sí sin vacilar.
—Pero tendrás que volver el sábado —añadió—, pues he invitado a mis padres a tomar el té. Estarán orgullosos de que me case con el dios de los turcos. Pero mira de recordar historias bonitas, que a mis padres les gustan mucho. Mi madre las prefiere edificantes y elevadas, y mi padre las quiere divertidas, pues le gusta reírse.
—Bien, no traeré más regalo de boda que mis cuentos —respondió él, y se despidieron; pero antes la princesa le regaló un sable adornado con monedas de oro. ¡Y bien que le vinieron al mozo!
Se marchó en volandas, se compró una nueva bata y se fue al bosque, donde se puso a componer un cuento. Debía estar listo para el sábado, y la cosa no es tan fácil.
Y cuando lo tuvo terminado, era ya sábado.
El Rey, la Reina y toda la Corte lo aguardaban para tomar el té en compañía de la princesa. Lo recibieron con gran cortesía.
—¿Vas a contarnos un cuento –le preguntó la Reina—, uno que tenga profundo sentido y sea instructivo?
—Pero que al mismo tiempo nos haga reír —añadió el Rey.
—De acuerdo —respondía el mozo, y comenzó su relato—. Y ahora, atención.
Érase una vez un haz de fósforos que estaban en extremo orgullosos de su alta estirpe; su árbol genealógico, es decir, el gran pino, del que todos eran una astillita, había sido un añoso y corpulento árbol del bosque. Los fósforos se encontraban ahora entre un viejo eslabón y un puchero de hierro no menos viejo, al que hablaban de los tiempos de su infancia.
—¡Sí, cuando nos hallábamos en la rama verde —decían— estábamos realmente en una rama verde! Cada amanecer y cada atardecer teníamos té diamantino: era el rocío; durante todo el día nos daba el sol, cuando no estaba nublado, y los pajarillos nos contaban historias. Nos dábamos cuenta de que éramos ricos, pues los árboles de fronda sólo van vestidos en verano; en cambio, nuestra familia lucía su verde ropaje, lo mismo en verano que en invierno. Mas he aquí que se presentó el leñador, la gran revolución, y nuestra familia se dispersó. El tronco fue destinado a palo mayor de un barco de alto bordo, capaz de circunnavegar el mundo si se le antojaba; las demás ramas pasaron a otros lugares, y a nosotros nos ha sido asignada la misión de suministrar luz a la baja plebe; por eso, a pesar de ser gente distinguida, hemos venido a parar a la cocina.
—Mi destino ha sido muy distinto —dijo el puchero a cuyo lado yacían los fósforos—. Desde el instante en que vine al mundo, todo ha sido estregarme, ponerme al fuego y sacarme de él; yo estoy por lo práctico y, modestia aparte, soy el número uno en la casa, Mi único placer consiste, terminado el servicio de mesa, en estarme en mi sitio, limpio y bruñido, conversando sesudamente con mis compañeros; pero si exceptúo el balde, que de vez en cuando baja al patio, puede decirse que vivimos completamente retirados. Nuestro único mensajero es el cesto de la compra, pero ¡se exalta tanto cuando habla del gobierno y del pueblo!; hace unos días un viejo puchero de tierra se asustó tanto con lo que dijo, que se cayó al suelo y se rompió en mil pedazos. Yo os digo que este cesto es un revolucionario; y si no, al tiempo.
—¡Hablas demasiado! —intervino el eslabón, golpeando el pedernal, que soltó una chispa—. ¿No podríamos echar una cana al aire, esta noche?
—Sí, hablemos —dijeron los fósforos—, y veamos quién es el más noble de todos nosotros.
—No, no me gusta hablar de mi persona —objetó la olla de barro—. Organicemos una velada. Yo empezaré contando la historia de mi vida, y luego los demás harán lo mismo; así no se embrolla uno y resulta más divertido. En las playas del Báltico, donde las hayas que cubren el suelo de Dinamarca...
—¡Buen principio! —exclamaron los platos—. Sin duda, esta historia nos gustará.
—... pasé mi juventud en el seno de una familia muy reposada; se limpiaban los muebles, se restregaban los suelos, y cada quince días colgaban cortinas nuevas.
—¡Qué bien se explica! —dijo la escoba de crin—. Se diría que habla un ama de casa; hay un no sé que de limpio y refinado en sus palabras.
—Exactamente lo que yo pensaba —asintió el balde, dando un saltito de contento que hizo resonar el suelo.
La olla siguió contando, y el fin resultó tan agradable como había sido el principio.
Todos los platos castañetearon de regocijo, y la escoba sacó del bote unas hojas de perejil, y con ellas coronó a la olla, a sabiendas de que los demás rabiarían. «Si hoy le pongo yo una corona, mañana me pondrá ella otra a mí», pensó.
—¡Voy a bailar! —exclamó la tenaza, y, ¡dicho y hecho! ¡Dios nos ampare, y cómo levantaba la pierna! La vieja funda de la silla del rincón estalló al verlo—. ¿Me vais a coronar también a mí? —pregunto la tenaza; y así se hizo.
—¡Vaya gentuza! —pensaban los fósforos.
Le tocaba entonces el turno de cantar a la tetera, pero se excusó alegando que estaba resfriada; sólo podía cantar cuando se hallaba al fuego; pero todo aquello eran remilgos; no quería hacerlo más que en la mesa, con las señorías.
Había en la ventana una vieja pluma, con la que solía escribir la sirvienta. Nada de notable podía observarse en ella, aparte que la sumergían demasiado en el tintero, pero ella se sentía orgullosa del hecho.
—Si la tetera se niega a cantar, que no cante —dijo—. Ahí fuera hay un ruiseñor enjaulado que sabe hacerlo. No es que haya estudiado en el Conservatorio, mas por esta noche seremos indulgentes.
—Me parece muy poco conveniente —objetó la cafetera, que era una cantora de cocina y hermanastra de la tetera— tener que escuchar a un pájaro forastero. ¿Es esto patriotismo? Que juzgue el cesto de la compra.
—Francamente, me han desilusionado —dijo el cesto—. ¡Vaya manera estúpida de pasar una velada! En lugar de ir cada cuál por su lado, ¿no sería mucho mejor hacer las cosas con orden? Cada uno ocuparía su sitio, y yo dirigiría el juego. ¡Otra cosa seria!
—¡Sí, vamos a armar un escándalo! —exclamaron todos.
En esto se abrió la puerta y entró la criada. Todos se quedaron quietos, nadie se movió; pero ni un puchero dudaba de sus habilidades y de su distinción. «Si hubiésemos querido —pensaba cada uno—, ¡qué velada más deliciosa habríamos pasado!».
La sirvienta cogió los fósforos y encendió fuego. ¡Cómo chisporroteaban, y qué llamas echaban!
«Ahora todos tendrán que percatarse de que somos los primeros —pensaban—. ¡Menudo brillo y menudo resplandor el nuestro!». Y de este modo se consumieron.
—¡Qué cuento tan bonito! —dijo la Reina—. Me parece encontrarme en la cocina, entre los fósforos. Sí, te casarás con nuestra hija.
—Desde luego —asintió el Rey—. Será tuya el lunes por la mañana. —Lo tuteaban ya, considerándolo como de la familia.
Se fijó el día de la boda, y la víspera hubo grandes iluminaciones en la ciudad, se repartieron bollos de pan y rosquillas, los golfillos callejeros se hincharon de gritar «¡hurra!» y silbar con los dedos metidos en la boca... ¡Una fiesta magnífica!
«Tendré que hacer algo», pensó el hijo del mercader, y compró cohetes, petardos y qué sé yo cuántas cosas de pirotecnia, las metió en el baúl y emprendió el vuelo.
¡Pim, pam, pum! ¡Vaya estrépito y vaya chisporroteo!
Los turcos, al verlo, pegaban unos saltos tales que las babuchas les llegaban a las orejas; nunca habían contemplado una traca como aquella. Ahora sí que estaban convencidos de que era el propio dios de los turcos el que iba a casarse con la hija del Rey.
No bien llegó nuestro mozo al bosque con su baúl, se dijo: «Me llegaré a la ciudad, a observar el efecto causado».
Era una curiosidad muy natural.
¡Qué cosas contaba la gente! Cada una de las personas a quienes preguntó había presenciado el espectáculo de una manera distinta, pero todos coincidieron en calificarlo de hermoso.
—Yo vi al propio dios de los turcos —afirmó uno—. Sus ojos eran como rutilantes estrellas, y la barba parecía agua espumeante.
—Volaba envuelto en un manto de fuego —dijo otro—. Por los pliegues asomaban unos angelitos preciosos.
Sí, escuchó cosas muy agradables, y al día siguiente era la boda.
Regresó al bosque para instalarse en su cofre; pero, ¿dónde estaba el cofre? El caso es que se había incendiado. Una chispa de un cohete había prendido fuego en el forro y reducido el baúl a cenizas. Y el hijo del mercader ya no podía volar ni volver al palacio de su prometida.
Ella se pasó todo el día en el tejado, aguardándolo; y sigue aún esperando, mientras él recorre el mundo contando cuentos, aunque ninguno tan regocijante como el de los fósforos.
Título: El cofre volador
Autor: Andersen
Sinopsis:
El hijo de un rico comerciante dilapidó la fortuna que había heredado, y acabó sumido en la pobreza. Sin embargo, un amigo suyo le hizo un asombroso regalo: un cofre volador. Con él viajará muy lejos, a un país donde se enamora de una princesa, a la que visita subido en el cofre volador y corresponde sus sentimientos. Sin embargo, a la princesa se le había profetizado que quien se enamorara de ella la haría muy desgraciada, y el hijo del comerciante parece capaz de cometer otra vez el mismo error: no cuidar sus tesoros...
1 Opinión
lindo pero largo
31 de diciembre de 2011, 6:54¿Qué puntuación le darías? Da tu opinión y sabremos cuáles son los mejores cuentos de hadas de todos los tiempos.
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.